jueves, 4 de junio de 2009

El título del cuento

Brebe cuentito, espero que les guste.

Un pibe se sentó a escribir. Sabía que tenía la oportunidad de escribir algo grande. Esperaba, confiaba en sus dedos, que la espontaneidad le juegue una buena pasada, y comenzó con tal convicción que hasta parecía que se venía una de aquellas reflexiones escritas que marcan un antes y un después en su vida. No se detenía, tamaña oportunidad no podía dejarse pasar así como si nada, y cuando la musa se invita sola a la casa, lo mejor es no preguntar y calentar el agua para mate lo más rápido posible.

Poco a poco le iban surgiendo metáforas y renglones, pero a cada palabra nuestro héroe se nos iba quedando con la leve idea de que en realidad no estaba diciendo nada. Empezó a bajar el ritmo, pensar un poco más en sinónimos o palabras adecuadas para poder expresar a juicio cierto y sin inexactitudes los conceptos que le sobrevenían a la mente, y cada quince segundos enfocó su atención en revisar las expresiones. Escribía un poco, revisaba el doble. Habrá estado así unos cinco minutos ponele, hasta que se dio cuenta que aquello que quería decir se le había evaporado de la cabeza y estaba vagando cual globo por las nubes, de repente libre, pero sin un destino realmente premeditado.

Hasta que llegó a un párrafo en que las cosas se pusieron pesadas. O escribía algo con sentido, o no escribiría nada. Pasear por los bosques de las palabras es algo muy bello por cierto, y dar buenas imágines acerca de las reflexiones era algo que le encantaba, pero no era aquello por lo cual estaba decidido a empeñar su tiempo. Por lo tanto, se propuso vagar en conceptos abstractos hasta encontrar un viento que lo empuje hacia algún lugar donde se necesiten niños tristes sin globos, o donde simplemente un globo como él pueda hacer feliz, pueda sentirse útil. Comenzó por la idea de Dios, que hacía algún tiempo le venía dando vueltas por la cabeza. Divagó un poco pensando simultáneamente en su fe de sí mismo, que por cierto ya no es lo que era, y llegó a la conclusión de que la suerte es en realidad un viento que se sopla con el corazón; que la confianza hay que acariciarla cuando no se ve nada y no al revés, que si no se es feliz en las malas no se es feliz nunca, porque las buenas serán únicamente cuando uno sea feliz y no importe realmente lo que esté pasando, ya que aquella verdadera felicidad que vale la pena es la que se siente nadar en las venas, por dentro.

A esta altura, dense por seguros que ya guardó el documento de Word en el que venía escribiendo y que corrigió los errores ortográficos que su PC no detectó. Por eso, algo más tranquilo y feliz por el proyecto parcialmente realizado como para permitirse preposiciones adjetivas explicativas largas y que no llevaban a ningún lado además de ser molestas y generar un estado de suspenso innecesario, volvió sobre sus pasos e interrumpió su revisión en su expresión: “aquella verdadera felicidad que vale la pena”. Era esta una frase demasiada valiosa como para tirarla por ahí tan gratuitamente sin por lo menos pensarla un poco. ¿Es que acaso existe una felicidad que valga la pena? De inmediato, mil ideas en su cabeza vomitaron la respuesta: Si. Seguro que sí. Es más, le resultó tan fácil contestar el interrogante autoplanteado que prosiguió: ¿Y si no es felicidad, entonces qué vale la pena? Lo que para el caso es pensar ¿Hay algo que valga la pena que no sea la felicidad, satisfacción? Ahí está el verdadero asunto sobre la mesa. No sólo no, no hay nada que valga la pena por sí misma - reflexionó - sino que en realidad tampoco aquella verdadera felicidad de la que venía escribiendo valía realmente la pena. ¿Qué vale el dolor? – asaltó por repentino como un seis junto al siete en el envido. ¿Qué vale el dolor, entonces?

Jaque al rey. Y era imposible escapar por la rápida diagonal que es pensar que todo lo que realmente queremos valga el dolor, ya que sabía, lo había dado por supuesto, de que aquello que lleve a la verdadera felicidad debía ser per se felicidad. ¿O no creía el acaso en la vieja sabiduría que decía que la violencia sólo generaba más violencia? Y si así era, ¿No sería el amor el que generara amor? ¿No sería la felicidad la que llevaría a la felicidad? ¿Cómo podría entonces valer la pena algo que llevaría a la sonrisa? No, un jugado alfil dos manos atrás cerraba el paso por esa diagonal que cortaba la ciudad. ¿Para atrás? Pensó entonces acerca del altruismo propio o impropio e inmediato cuyo móvil serían causas futuras, pero entonces la pena no valdría nada, en cambio sí la esperanza. Uno cree - se interrumpió - antes de someter la carne al dolor, muchísimo antes. Es el hambre la que quema antes de comer la manzana. No, definitivamente para atrás ya no hay tablero posible. Sólo queda un casillero, a la izquierda, pero es de aquellos en los que uno reconoce su única salida pero sabe que si entra, luego las cosas no pueden sino oscurecer. Un caballo espera ansioso la realización del acto que lo coronará. Es aquella satisfacción que hay en el dolor, aquel sueño del que sabe que está durmiendo de más, aquella necesitada soledad encontrada en la depresión. Un agujero demasiado profundo para las vagas aspiraciones momentáneas con que contaba nuestro joven escritor. “Lo dejo para más adelante” se convenció y mintió a la vez. Lo cierto es que quería parar un poco de dar vueltas pensando tanto, y empezar de vuelta en nuevo párrafo.

Efectivamente lo hizo, se animó, apretó el enter, y le dio nomás a escribir sobre lo primero que se le venga a la mente. Y valga la novedad, no se le ocurrió nada. Absolutamente nada. No sólo estaba completamente vacío de contenidos, sino que también no encontraba qué era lo que además le pasaba como para escribirlo. Había perdido el impulso, tres días mediante, de aquella voluntad tan descarada que se animaba a vomitar palabras tan gratuitamente y que lo había llevado hasta aquí. -"Pensar” –se dijo- “eso es lo que necesito”. Y pensó.

Apenas inmediatamente después de fijar la mirada en la panza su ocurrencia se presentó como si nada y planteó el interrogante, cíclicamente recurrente, de aquella esencia que convierte algunas cosas en bellas, y otras en vacío devenir. Descubrió que a lo que él juzgaba verdaderamente importante en la vida no lo atendía casi nunca, y que se dejaba llevar por el hilo que une día tras día convirtiéndose en un pulóver eterno y sin agujeros, sin espacios ni viento para volar, para mirarse al espejo. Decidió mirarse, volverse hacia sí, explorar sus motivos, sus fines, sus medios… a ello se dedicó, y dejó de escribir.

No hay comentarios: