martes, 30 de diciembre de 2008

Ilusiones de un viejo carnicero

Un viejo carnicero descansaba en su banquito en el negocio que atendía hacía más de 40 años en el barrio de San Cristóbal. Sentado a un lado de la puerta miraba, como lo hizo muchos años, los autos que pasaban y se imaginaba que allí por la mismísima avenida San Juan, miles o millones de años mediante, hubieron hecho lo mismo cigüeñas o vizcachas o alguna otra manada de animales. Esta analogía entre autos y animales que se deslizan a grandes velocidades por las calles que toda su vida había mirado recorría su pensamiento desde hacía ya muchos años, y este día exactamente como muchísimos otros ocupaba su imaginación tranquilamente en esa y muchas otras sartas de estupideces, buscando de a ratos un puente imaginario para soltarse, como un preso lo haría de sus grilletes, de aquella monótona foto en movimiento que conformaba el acontecer del día entero.

Solía el viejo hacer esto la mayor parte de la tarde, ya que el negocio poco o nada se movía entre las 14.00 y las 18.00 hs, cuando cerraba. Pero como no había empresa más importante para emprender que dejar abierto el boliche para cualquier peso extra que pueda hacerse en la franja horaria muerta, se quedaba sentado en su banco descansando de la "ardua labor de vender carne", como le gustaba a su mente justificar el relax inperturbado.

Un jueves de mitad de año el viejo despertó de repente a la madrugada y no pudo volver a dormirse. Desde ese momento, recorrió su rutina ocupando los blancos que su cuadro ofrecía pensando en el extrañísimo acto que significaba haber, de repente y sin causas claras, despertado un rato antes de lo normal. Entonces, entre las diez y las once de la mañana se dio cuenta que aquel día era especial, que había algo que descifrar. ¡Un acertijo! Se escuchó entusiasta una voz en el fondo de su adormecido interior. El viejo alimentó la sorpresa con la certeza, de fuentes poco certeras, de que había ocurrido algo y que tendría que descifrarlo, no por nada uno despierta de repente en la noche, sin percibir siquiera un bostezo de sueño extra. No se sentía cansado, ni mas despierto que lo acostumbrado, pero sabía que algo había pasado, o que estaría por pasar, y que la vida le hubo de haber avisado, para que despierte.

Llegadas las dos de la tarde tomó su banco, con la seguridad de quien hace algo sabiendo que quedará grabado por siempre en su memoria y en la de los demás, y lo apoyó en la puerta del negocio. Pensante, afianzado en su creencia (real) de que algo iba a zamarrear la aburrida tarde y que habría de estar atento a ello, reposó su cuerpo pero mantuvo alerta la columna, recostando sus codos sobre los muslos y viendo a través del cristal de sus lentes, que rehusó a quitarse por la especial ocasión.

Nada extraño ocurrió a lo largo de toda la tarde. Llegadas las seis, algo decepcionado en su pecho le reprochó duramente a su instinto de percepción metafísico la pésima jugada que le hizo pasar. Pero en el extremo de sus ojos, tenazmente guardó algo de la cómplice sonrisa de quien sabe que aún seis horas quedan para que muera el día, y que el gran golpe, prudente a las atentas antenas de la gente perceptiva y segura como él, jamás se presentaría antes ojos que no parpadeen al verlo. Bien lo sabía él esto, por lo que simuló, con grandes dotes actorales, una frustrada resignación envilecida al cerrar las persianas. La mantuvo aún al encender el auto, y en el camino intento dejar de pensar en ella y distraerse, siempre a propósito, prestando atención al tráfico.

Pero el panorama fue decantándose desde que llegó a su casa en Parque Patricios. Las paredes del edificio, la mugre de las lámparas del pasillo, el suspiro cansado que exhaló al subir un piso de escaleras, todo fue de a poco logrando que sus cejas se relajaran, logrando un sincero y profundo gesto de lástima. Dejó caer el peso de su cuerpo sobre sus nalgas en el sillón, ahora si absolutamente resignado. Por un rato mantuvo la tele apagada y reflexiono sus estúpidas expectativas. Nada coherente encontraba ahora para sostener una remota creencia en la Magia divina, Dios, Buda, Mahoma, la Virgen María o cualquier otra cosa que no sea de carne y hueso.

Después de la cena se dejó perder otra vez en el pensamiento y se colgó mirando fijo un programa de entretenimientos un largo rato. A eso de las once y media, emprende la retirada de su esperanza cansada y desilusionada hacia la cama. Al apagar el velador su esposa un rato después, aun mantenía los ojos abiertos. Qué vida de mierda, pensó. -

viernes, 5 de diciembre de 2008

El Oponente


Aqui va el primero. Me gustaria que me escriban que les dejó, si es que les deja algo!

Hoy no tengo nada que decir… y eso, empero, dice mucho. Ni más ni menos es la evidencia de que mi guardia está bajando las defensas. Me estoy dejando golpear, y poco a poco, dejo de tirar golpes; es que ya no veo al enemigo, o al cátcher, es acaso que ya no veo nada y me cansé de dispararle a un blanco transparente, que de momento desaparece.


Lo que no se puede ver complica los actos, y si se dejan pasar días en piloto automático se vuelve peligroso para la salud. Es que cuando lo ves, es tan fácil batir al oponente, o estudiar cómo hacerlo, pero las más de las veces su presencia en el cuadrilátero es una suposición incierta, tán solo un acierto a la certeza que no se resigna a la idea que reza que desde hace tiempo no haces más que golpear al viento.

Así uno se empieza a cansar, y yo me canso, por que se que está, pero no se de que lado…


Uno piensa que con tamaña ventaja el muy astuto golpearía hasta nockear. Pero no. Se mantiene a un lado, y cuando uno corre por el cuadrilátero para encontrarlo tirando golpes, el no hace mas que esquivarte sin tocarte. Golpea mas fuerte manteniéndose al margen, dejándole a uno la hoja entera para terminar desesperado corriendo en círculos como un auténtico tarado. Pero no loco. Debes tener la capacidad para reconocer, para transmitir a los demás, que el oponente no existe y que no existió jamás. Aunque sepas que lo viste, si es que lograste abrir los ojos para ver de otra forma, eso no importa, ya no es relevante en sí la existencia del objeto de discusión, si lo viste, o si no.


Hay un quilómetro en que las cosas dejan de importar, y aquellos que supimos ser para plantarnos los doce rounds son solo sospechas de estupidez. Pero a pesar de todo, uno se encuentra aún allí siendo todavía, sentado en el cuadrilátero sin dejar de llorar. Es entonces cuando piensa lo valioso que es respirar aún, sin importar las circunstancias ni sus consecuencias. Es el momento en que uno se abraza férreamente y cree reencontrarse con aquel ser mismo que nunca debió dejar de ser. Abraza y recorre con los guantes fríos su cuerpo, aún más frío, porque lo que quiso ser, ante el fracaso, se vuelve contra él. Aquella adrenalina tan esencial se vuelve sólo transpiración fría. Ya está muy lejos uno, si no es que inconmensurablemente lejos, de pensar, de recordar si efectivamente alguien acompaño sus días en el round o si no. Simplemente, deja uno los guantes sobre el piso y mientras pega la vuelta les ofrece una última mirada de reojo, como si hubiesen sido ellos el verdadero enemigo. Camina hacia un costado, abre las cuerdas, y se retira.


¿Existe real y tangiblemente el oponente? ¿Es invisible? ¿Importa, acaso, es que viene al caso suponer que esta, creer que esta, saber que esta?
Hay tantos oponentes como causas vista la ocasión. Siendo así, ¿Qué matiz oculta en su escencia lo vuelve transparente, abstracto, metafórico e incluso, inexistente?

Existe, convencionalmente, una diferencia entre abrir la puerta y que ya esté abierta, entre ver al oponente y la ceguera, o lo que es lo mismo, su transparencia. Es esto lo que el boxeador debe recordar antes de abandonar por completo lo que en caso de irse sería su última oportunidad perdida, y en caso de quedarse, nada, absolutamente nada. En el round, todo termina donde él termina. En su mente, todo empieza donde él termina. A veces, mirar no es ver. Y si los ojos no pueden mirar al oponente, entonces el alma lo ve. Lo define.

El resto concluye por la arbitrariedad absoluta de la voluntad.

javi