miércoles, 8 de septiembre de 2010

fila de hormiguitas trabajando en plaza Houssay

Quién sabe por qué las vi, quien sabe por qué estaban allí. Porque si de geografías ha de hablarse, no se pueden obviar las probabilidades del encuentro, y éstas, cuando hablamos de hormiguitas que no superan tres milímetros de existencia, son bajas como el subsuelo, mudas como lo ignorado.

Lo cierto, lo certero, lo verdadero, es que allí estaban. Enfrentando toda consecuencia, desafiando toda causa. Allí estaban, trabajando ordenadas, tranquilas como quien cumple una labor pesada por una causa justa, esencial, ineludible. Yo paseaba por plaza Houssay. Yo, un adulto con problemas, un hombre real, con la mente cansada, con la presión en la espalda. Era de tarde, caía el mentiroso sol de invierno porteño, que ilumina pero no calienta nada. Yo las ví, y me detuve a descansar. Tenía una tarea pendiente en vías de realizar y no tenía tiempo: cumplía mi día los requisitos diarios primordiales de propiedad de todo mortal. Seguir caminando era una tarea, una obligación de carácter moral, un imperativo de conducta, una costumbre de raíces infinitas.
Pero este día era diferente, lo supe en cuanto vi a las hormiguitas una tras otra, otra tras otra, todas caminando reinantes entre el pasto y el hormigón de la columna, gigantes cuando me acerqué a contemplarlas de cerca. ¡Eran hermosas! Se movían despacio y con dificultad, tomando lo que se pudiera de una mandarina a medio comer que yacía como yace la mercadería desparramada de un camión volcado al costado de un camino provincial. Cargaban, algunas, anchos pedazos que superaban su propio volumen y no dudo densidad. ¡Qué fortaleza, que decisión! Otras, recién llegadas, exploraban el tesoro como examinando un posible pedazo liviano, o alguna zona fácil de cortar, quién sabe.

Allí, en el centro del centro de la cuidad, donde el verbo “trabajo” no tiene porque sonar extraño, si me lo resultó a mí, que ya no eran tan yo, pues de tanto fijamente mirarlas de a poco me fui sintiendo una de ellas, recostada sobre mis patas de dura maniobra con tenaces garras en la boca, cumpliendo la fila. Su trabajo, de exquisitez extraordinaria, de rudeza inmortal, de minúscula importancia, era vida, vida laboriosa, era misión-cuerpo-y-alma, era todo lo que allí en las circunferencias de la plaza panorámica, bajo los lentes de la mirada humana, no se veía. Eran, simplemente, hormigas. Tras un rato, una hora, quizá días, de sentirlas, de amarlas, comprendí que sólo ellas importaban, que eran el motor oculto del universo, de nuestro gigantesco mundo de imágenes y versos cafeinados, que eran ellas el primer engranaje de la naturaleza, esa débil pero infinita correa que impulsa las poleas de la realidad. Tan débiles, tan sujetas a la arbitrariedad malévola de un dedo, que hacen olvidar su largas caminatas, su incesante pasión por darle vida al primer motor.

Comprendí, antes de irme despierto, obnubilado, ciego para el superfluo mundo de los asuntos humanos, que los problemas se disuelven en el agua pura, que los trajes molestan, que tener una causa y compañeros, familia empujando a nuestro lado, es la fuente de las cosas bien hechas y que el sudor es necesario. Pero por sobretodo, y desde el corazón hacia la piel, comprendí que de todo lo que pase en el mundo lo único realmente imprescindible es la marcha incesable de las hormiguitas.

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